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La Sustancia: Condimento Para Carne

  • Foto del escritor: Grisel D'Angelo
    Grisel D'Angelo
  • 7 oct 2024
  • 5 Min. de lectura

En La Sustancia, Coralie Fargeat nos presenta un banquete macabro donde la comida es tanto un arma como un síntoma de la corrupción que se cuela en cada rincón de la trama. Como en las películas de Cronenberg (La Mosca, Videodrome), la carne se convierte en el escenario de las deformidades del alma y la cocina se transforma en un campo de batalla donde se libran luchas por control y dominación. La directora convierte la gastronomía en un lenguaje cargado de cinismo, que escarba en las obsesiones por la juventud y la belleza, revelando la crudeza detrás del perfeccionismo.


La Apertura: La Yema y la Intervención

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La película abre con una imagen que parece una broma cósmica: una yema de huevo, símbolo de la vida y la pureza por excelencia, es intervenida por una aguja, como si de una cirugía estética se tratara. Lo que debería ser un comienzo se convierte en un experimento clínico, frío y calculado, que nos avisa desde el principio que aquí no hay espacio para lo natural o lo auténtico. Es como si el huevo, cansado de ser un cliché de vida y potencial, finalmente decidiera sucumbir al bisturí y la jeringa.

En La Sustancia, este símbolo tan venerado se descompone en algo antinatural. No se celebra la vida; se disecciona y se pervierte. La inyección transforma lo que debía ser un nacimiento en una mutación. Fargeat nos lanza esta imagen como una advertencia: en este universo, incluso lo más puro puede ser mutilado, desfigurado y convertido en un ensayo grotesco de lo que alguna vez fue.



Camarones y Poder: El Banquete de Harvey

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Harvey (Dennis Quaid) aparece comiendo camarones en una salsa tan densa que parece un reto más que un manjar. Su forma de consumir es un espectáculo en sí mismo, y no se trata de disfrutar, sino de ejercer control, como si cada camarón fuera un subordinado que aplasta entre los dientes. El marisco, símbolo de lujo y sofisticación, aquí es una burla; para Harvey, es simplemente otra pieza en su tablero de poder, algo que existe para ser consumido y descartado.


La escena recuerda a The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, donde la comida se convierte en una afirmación brutal de dominio. Harvey transforma lo que debería ser un placer en una demostración de autoridad, dejando claro que su apetito no distingue entre lo que está en el plato y las personas en su vida. Cada bocado es una lección sobre cómo explotar recursos hasta agotarlos, y su actitud deja entrever que, para él, todo en el mundo, desde las vidas humanas hasta los lujos más exquisitos, son desechables.


La Comida Artificial: El Vacío Nutritivo de la Perfección

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Cada vez que Elisabeth o Su pasan sus siete días de sádico descanso, las comidas son suplantadas por sustitutos en polvo, cápsulas y soluciones intravenosas que prometen una "nutrición perfecta" sin las "imperfecciones" de la comida real. Este enfoque clínico de la alimentación también actúa como un símbolo de control absoluto. En lugar de comer para satisfacer un deseo o disfrutar un momento, las protagonistas se convierten en prisioneras de un régimen estrictamente calculado para mantener una imagen, privándola de cualquier vínculo con la humanidad y el disfrute que una comida verdadera podría ofrecer. La comida artificial, presentada como el pináculo de la eficiencia, muestra su rostro más desolador: un cuerpo mantenido, pero sin vida real detrás.


La Cocina Francesa: Un Regalo Envenenado

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Harvey le regala a Elisabeth un libro de cocina francesa para alentar un nuevo pasatiempo en su vida obligadamente retirada, un gesto que lleva una carga de veneno encubierta. Es la clásica maniobra condescendiente: disfrazar la burla de cortesía mientras le indica, de manera sutil pero clara, que su lugar ya no es en el escenario, sino dentro de una casa, cocinando recetas de otra época. Es una manera de reducirla, relegándola a un rol doméstico y alejándola de cualquier protagonismo público, una estrategia para mantenerla al margen, donde su talento queda tan útil como una receta olvidada.


Pero Elisabeth, en lugar de resignarse, toma el libro como si fuera un manual de venganza. Empieza a preparar platos que, según su presentación, parecen elaborados con las partes del cuerpo de Su, su versión joven y renovada. La sutileza de esta subversión convierte la cocina en un campo de batalla macabro, donde cada receta se transforma en un ritual oscuro. Fargeat maneja estas escenas con una atmósfera que evoca a Hannibal, donde el refinamiento culinario se entrelaza con lo grotesco y el lujo se convierte en un acto de brutalidad. La alta cocina se vuelve un arte de la crueldad, y Elisabeth usa cada plato para dar un golpe a quienes intentaron desterrarla.



De la Chatarra al Asco: Contrastes en la Alimentación

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La relación de Elisabeth con la comida es el espejo perfecto de su caída libre. En su época dorada, fue una entrenadora que encarnaba la perfección física: un ícono de salud, un modelo de cómo "debería" ser un cuerpo. Pero ahora, entre paquetes de papas fritas y latas de refresco, se entrega a la comida chatarra como quien firma su propia derrota. En el caos grasiento de su dieta, encuentra algo de libertad, como si en cada mordisco cuestionara las mismas expectativas que predicaba. Su menú actual es un manifiesto en contra de las reglas que alguna vez impuso sobre sí misma y los demás: una autocrítica en cada bocado, un sabotaje en cada trago.


Mientras tanto, Su, esa versión “mejorada” y rejuvenecida de Elisabeth, observa el desastre que su predecesora dejó atrás con una expresión que mezcla repulsión y superioridad. La comida chatarra y el desorden que envuelve el espacio de la vieja Elisabeth son, para Su, basura que debe ser eliminada. Es casi un exorcismo culinario: rehúye el caos como si cada bocado fuera un acto de traición a su ideal de pureza.


La Pata de Pollo: Un Símbolo de Invasión

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En una de las escenas más crudas, Su descubre una deformidad en su cuerpo mientras está en pleno programa en vivo. Al revisarse en privado, extrae una pata de pollo incrustada en su piel, una obra de sabotaje orquestada por Elisabeth. El mensaje es claro: por mucho que Su se presente como la imagen perfecta de juventud y control, sigue siendo vulnerable a las manipulaciones de quienes buscan dejar su huella.


La pata de pollo no es un símbolo sutil, es un recordatorio burdo y grotesco de que ni siquiera el cuerpo más idealizado escapa al control y la intervención ajena. Este acto es menos una sorpresa y más una declaración de guerra; demuestra que el cuerpo de Su, por mucho que se pretenda impecable, puede ser invadido y transformado en un espacio de humillación.


No Olvidar: “You. Are. One. You can't escape from yourself."

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Este recordatorio crudo y directo encapsula el núcleo de la película: la imposibilidad de evadir la propia identidad, por mucho que se intente transformar o huir de ella. La carne y la apariencia se alteran, dejando claro que el horror más profundo no se encuentra en las mutaciones físicas, sino en la confrontación inevitable con uno mismo.



 
 
 

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